jueves, 29 de octubre de 2009

Sin miedo

Esta es una entrevista de El Mundo al actor Guillermo Toledo, ha sido extraída de la página insurgente.org y merece la pena leerla



Elmundo.es/insurgente.-


Usted fue uno de los actores que se manifestó ostentosamente contra la guerra de Irak. ¿Dónde está hoy esa muchedumbre manifestándose contra la guerra en Afganistán?

Me manifesté ostentosamente porque manifestarse en el salón de tu casa no tiene demasiado sentido. Respecto a tu pregunta, comparto contigo la misma reflexión ¿Dónde están? Yo personalmente he continuado cada vez que me han dado la oportunidad condenando esta guerra y repito guerra, que no acción humanitaria como nos intenta vender el Gobierno. Para mí una y otra son parte del mismo plan de dominación mundial de los recursos naturales ideada por los mismos y ejecutada por los mismos. Zapatero nos sacó de Irak pero nos metió en Afganistán. Te animo a que tú también, cuando puedas, y en la medida de tus posibilidades luches para terminar con la guerra, ésta y cualquier otra guerra.

Guillermo, coincidí contigo en varias manifas en favor del pueblo saharaui. El gobierno español es el primer vendedor de armas a África según Oxfam internacional, y Zapatero es el primer socio del rey de Marruecos. Me duele decirlo, pero ¿no te parece que el PSOE utilizó electoralmente el drama de los saharauis y ahora se ha olvidado de ellos?

En 1978 Felipe González dijo en los campos de refugiados que caminaría de la mano del pueblo saharaui hasta la victoria final. Años después se convirtió en amigo personal e íntimo de la familia real marroquí, que entre otras cosas bombardeó con napalm y con fósforo blanco al pueblo saharaui que huía, y hace no más de una semana se dedicó a mentir conscientemente respecto a la situación de los derechos humanos en el Sáhara. Simplemente esta gente puso en una balanza la justicia y la libertad de los saharauis y los privilegios y el dinero que su apoyo a Marruecos les podrían reportar, como ha quedado claro eligieron el dinero. Siento vergüenza real por la postura del PSOE respecto al Sáhara y respecto a muchísimos otros temas, pero al menos nosotros, el pueblo español, no debemos olvidarlos ni abandonarlos, así que a seguir peleando. Ahora sí: hasta la victoria final.

Guillermo, ¿te parece correcto decir que los piratas son los pescadores que van a faenar a aguas del índico, y no los somalíes que asaltan los barcos armados hasta los dientes? ¿Qué opinarías de una persona que dijera semejante disparate?

¿Somalíes armados hasta los dientes? ¿Qué te parecen entonces los destructores, los portaaviones, los cazabombarderos, los radares de última generación, las metralletas y el despliegue militar que está llevando a cabo Occidente en las aguas de Somalia? Creo que todos deberíamos informarnos un poco más a la hora de emitir juicios y no quedarnos solo con la información que ofrecen los medios de comunicación oficiales. Te pido que entres en Internet y trates de buscarle un porqué a la actitud del pueblo de Somalia. Te sorprenderá.

Ricardo (Toledo) Me parece bien que los actores, directores, cantantes, etc. os manifesteis en el parlamento, en los Goya o donde sea. Pero , ¿por qué no lo haceis ahora con la que está cayendo? o esque solo se hace cuando manda la derecha?

Buena pregunta. Estoy absolutamente de acuerdo contigo. Yo creo que la respuesta, entre otras muchas, sería que dado que yo considero que éste es un país fundamentalmente de izquierdas hay mucha gente que confunde al Partido Socialista y a Zapatero con la izquierda. Creo que lo que determina la orientación ideológica de un gobierno es su política económica y en este caso, como cuando gobernaba el Partido Popular, es absolutamente neoconservadora, capitalista y ultraliberal.

domingo, 18 de octubre de 2009

Memoria del Dr. Pedro Vallina.

Hola amigas y amigos,

seguimos comentando, si os parece bien, las memorias de Pedro Vallina. Esta vez habla de Pi y Margall. Leamos a Vallina;

“ Pi y Margall falleció el 29 de noviembre de 1900. Había dado una conferencia en la Casa de Estudiantes. Siendo la noche fría, a la salida se sintió enfermo; se trataba de una bronconeumonía. La enfermedad fue corta y penosa, y Madrid recibió la noticia de la muerte del gran hombre con profundo pesar.

Salvochea tenía en poca estima alos tribunos de la primera República, a quienes culpaba de su fracaso. A Pi y Margall lo estimaba mucho, pero le atribuía falta de hombría con referencia al período republicano.

Aquella noche nos reunimos los compañeros en el Centro Federal para concretar nuestra actitud referente al entierro de Pi y Margall. El gobierno, temiendo desórdenes, había dispuesto que el cadáver del finado no fuese llevado al centro de la capital, sino que desde el barrio de Salamanca, donde habitaba, fuese conducido directamente al cementerio civil.

Salvochea marcó la pauta a seguir con estas palabras: “ Contra la voluntad de las autoridades llevaremos el cadáver a la Puerta del Sol y de allí a los barrios bajos, donde el pueblo nos seguirá y el homenaje puede resultar con la quema de algún convento por el alma de don Francisco”. A todos nos pareció bien el programa y nos separamos dispuestos a cumplirlo.

De buena hora nos dirigimos a la casa mortuoria, donde comenzaba a congregarse una multitud inmensa. Recuerdo habernos encontrado con Federico Urales y Pedro Corominas, que conversaban animadamente. Poco después de nuestro grupo de compañeros se destacó el equipo encargado de llevar a cuestas el féretro, a fin de burlar las disposiciones del gobierno.

Nunca he visto multitud tan numerosa rindiendo con tanto fervor tributo de admiración al recuerdo de una persona querida, a no ser en el entierro de Luisa Michel en París. Puede decirse que todo Madrid acudió a la emocionante cita. Arrancó la comitiva, y cuando llegamos a la Cibeles, los obreros que llevaban a cuestas el ataúd, anarquistas como queda dicho, en vez de dirigirse al cementerio tomaron por la calle de Alcalá arriba en dirección a la Puerta del Sol. El momento fue tan crítico como emocionante, pues mietnras los cordones de policía creyó más prudente evitar un choque en aquella circunstancia. Un policía intentó arrestar a Salvochea, pero salmerón y García, muy amigo suyo y que iba a su lado, lo evitó oponiéndose a ello resueltamente.

En la Puerta del Sol falló nuestro programa, separados unos de otros, llevados y traídos por el oleaje humano, el mar de gente se deslizó con el muerto bajando por la Carrera de San Jerónimo. Disgustadeo Salvochea, regresó a su casa, pero nosotros continuamos camino del cementerio.

Al pasar la manifestación por delante del Congreso de los Diputados, los padres de la patria salieron al vestíbulo, circunstancia que aprovechó el gentío para dirigirles toda suerte de improperios. Por mi parte les increpé dirigiéndome a Segismundo Moret, el más tieso y encopetado de todos. ¡¡¡ Sinvergúenza!!!, apostrofé, y el mastodonte Aguilera, gobernador civil de Madrid, me amenazó con el bastón al tiempo que me gritaba: ¿ Así respetáis la memoria del muerto?

Al anochecer se dio sepultura en el cementerio civil a los despojos de Pi y Margall ante una multitud silenciosa y compungida, silencio que rompió un obrero gritando: ¡¡¡ Viva la Anarquía !!!, que fue contestado por la concurrencia.

Por la noche, los compañeros nos reencontramos en el Centro Federal. Salvochea no ocultó su disgusto por lo incompleto que había quedado el programa del entierro. Pero, a no ser por los anrquistas, el cadáver del gran republicano habría sido conducido sigilosamente a su última morada.

En Tierra y Libertad publiqué yo una reseña de lo ocurrido durante el entierro, y Eduardo Barriobero dedicó un número extraordinario de su revista Germinal, en homenaje a la personalidad de Pi y Margall, destacándose un artículo de Roberto Casrovido."


Bueno colegas esto es todo por ahora, espero que os haya gustado y ayudado a reflexionar un poco sobre la historia de los movimietnos obreros y anarquistas de nuestra historia. La del pueblo.

Salud y A

domingo, 11 de octubre de 2009

PARA CONMEMORAR EL DÍA DE LA "RAZA"

Amigas y amigos,

estoy leyendo las memorias del DR PEDRO VALLINA, y al mencionar en ellas, a los revolucionarios cubanos(los del siglo XIX) y nombrar a José Martí, gran admirado también por Fermín Salvochea. No pude resistirme a colgar en nuestro Ateneo Libertario este escrito, para la Revista "La Edad de Oro", con el título "El Padre las Casas", de su época.

Creo que si se lee con situación histórica y sin perjuicios(que todos tenemos los nuestros) demasiados precoces. Veremos como descríbe a un luchador social inolvidable en latinoamérica, sobre todo en CHiapas. Y cómo no, la crueldad de los imperialistas españolistas en tierras americanas.

Espero que esto nos ayude a no olvidar que algo que nos une a todos los revolucionarios del mundo, es el ser Anti-Imperialista. Y por lo tanto Internacionalistas. Cosa que los Anarquistas (llamensé también Libertarios) de todos los lugares del mundo, no hemos olvidado jamás. Cómo decía José Martí; " Patría es Humanidad".

Salud y Anarquía.

Juan Jesús

EL PADRE LAS CASAS

Cuatro siglos es mucho, son cuatrocientos años. Cuatrocientos años hace que vivió el Padre las Casas, y parece que está vivo todavía, porque fue buen no. No se puede ver un lirio sin pensar en el Padre las Casas, porque con la bondad se le fue poniendo de lirio el color, y dicen que era hermoso verlo escribir, con su túnica blanca, sentado en su sillón de tachuelas, peleando con la pluma de ave porque no escribía de prisa. Y otras veces se levantaba del sillón, como si le quemase; se apretaba las sienes con las dos manos, andaba a pasos grandes por la celda, y parecía como si tuviera un gran dolor. Era que estaba escribiendo, en su libro famoso de la Destrucción de las Indias, los horrores que vio en las Américas cuando vino de España la gente a la conquista. Se le encendían los ojos, y se volvía a sentar, de codos en la mesa, con la cara llena de lágrimas. Así pasó la vida, defendiendo a los indios.


Aprendió en España a licenciado, que era algo en aquellos tiempos, vino con Colón a la isla Española en un barco de aquellos de velas infladas y como cáscara de nuez. Hablaba mucho a bordo, y con muchos latines. Decían los marineros que era grande su saber para un mozo de veinticuatro años. El sol, lo veía él siempre salir sobre cubierta. Iba alegre en el barco, como aquel que va a ver maravillas. Pero desde que llego, empezó a hablar poco. La tierra, sí, era muy hermosa, y se vivía como en una flor; ¡pero aquellos conquistadores asesinos debían de venir del infierno, no de España! Español era él también, y su padre, y su madre; pero él no salía por las islas Lucayas a robarse a los indios libres; ¡porque en diez años ya no quedaba indio vivo de los tres millones, o más, que hubo en la Española!: él no los iba cazando con perros hambrientos, para matarlos a trabajo en las minas; él no les quemaba las manos y los pies cuando se sentaban porque no podían andar, o se les caía el pico porque ya no tenían fuerzas; él no los azotaba, hasta verlos desmayar, porque no sabían decirle a su amo donde había más oro; el no se gozaba con sus amigos, a la hora de comer, porque el indio de la mesa no pudo con la carga que traía de la mina, y le mandó cortar en castigo las orejas; él no se ponía el jubón de lujo, y aquella capa que llamaban ferreruelo, para ir muy galán a la plaza, a las doce, a ver la quema que mandaba hacer la justicia del gobernador, la quema de los cinco indios. El los vio quemar, los vio mirar con desprecio desde la hoguera a sus verdugos; y ya nunca se puso más que el jubón negro, ni cargó caña de oro, como los otros licenciados ricos y regordetes, sino que se fue a consolar a los indios por el monte, sin más ayuda que su bastón de rama de árbol.


Al monte se habían ido, a defenderse, cuantos indios de honor quedaban en la Española. Como amigos habían recibido ellos a los hombres blancos de las barbas; ellos les habían regalado con su miel y su maíz, y el mismo rey Behechio le dio de mujer a un español hermoso su hija Higuemota, que era como la torcaza y como la palma real; ellos les habían enseñado sus montañas de oro, y sus ríos de agua de oro, y sus adornos, todos de oro fino, y les habían puesto sobre la coraza y guanteletes de la armadura pulseras de las suyas, y collares de oro; ¡y aquellos hombres crueles los cargaban de cadenas; les quitaban sus indias, y sus hijos; los metían en lo hondo de la mina, a halar la carga de piedra con la frente; se los repartían, y los marcaban con el hierro, como esclavos!: en la carne viva los marcaban con el hierro. En aquel país de pájaros y de frutas los hombres eran bellos y amables; pero no eran fuertes. Tenían el pensamiento azul como el cielo, y claro como el arroyo; pero no sabían matar, forrados de hierro, con el arcabuz cargado de pólvora. Con huesos de fruta y con gajos de mamey no se puede atravesar una coraza. Caían, como las plumas y las hojas. Morían de pena, de furia, de fatiga, de hambre, de mordidas de perros. ¡Lo mejor era irse al monte, con el valiente Guaroa, y con el niño Guarocuya, a defenderse con las piedras, a defenderse con el agua, a salvar al reyecito bravo, a Guarocuya! El saltaba el arroyo, de orilla a orilla; él clavaba la lanza lejos, como un guerrero; a la hora de andar, a la cabeza iba el; se le oía la risa de noche, como un canto; lo que el no quería era que lo llevase nadie en hombros. Así iban por el monte, cuando se les apareció entre los españoles armados el Padre las Casas, con sus ojos tristísimos, en su jubón y su ferreruelo. El no les disparaba el arcabuz; el les abría los brazos. Y le dio un beso a Guarocuya.


Ya en la isla lo conocían todos, y en España hablaban de el. Era flaco, y de nariz muy larga, y la ropa se le caía del cuerpo, y no tenía más poder que el de su corazón; pero de casa en casa andaba echando en cara a los encomenderos la muerte de los indios de las encomiendas; iba a palacio, a pedir al gobernador que mandase cumplir las ordenanzas reales; esperaba en el portal de la audiencia a los oidores, caminando de prisa, con las manos a la espalda, para decirles que venía lleno de espanto, que había visto morir a seis mil niños indios en tres meses. Y los oidores le decían: "Cálmese, licenciado, que ya se hará justicia"; se echaban el ferreruelo al hombro, y se iban a merendar con los encomenderos, que eran los ricos del país, y tenían buen vino y buena miel de Alcarria. Ni merienda ni sueño había para Las Casas; sentía en sus carnes mismas los dientes de los molosos que los encomenderos tenían sin comer, para que con el apetito les buscasen mejor a los indios cimarrones; le parecía que era su mano la que chorreaba sangre, cuando sabía que, porque no pudo con la pala, le habían cortado a un indio la mano; creía que él era el culpable de toda la crueldad, porque no la remediaba; sintió como que se iluminaba y crecía, y como que eran sus hijos todos los indios americanos. De abogado no tenía autoridad, y lo dejaban solo; de sacerdote tendría la fuerza de la iglesia, y volvería a España, y daría los recados del cielo, y si la corte no acababa con el asesinato, con el tormento, con la esclavitud, con las minas, haría temblar a la corte. Y el día en que entró de sacerdote, toda la isla fue a verlo, con el asombro de que tomara aquella carrera un licenciado de fortuna; y las indias le echaron al pasar a sus hijitos, a que le besasen los hábitos.


Entonces empezó su medio siglo de pelea, para que los indios no fuesen esclavos; de pelea en las Américas; de pelea en Madrid; de pelea con el rey mismo; contra España toda, el solo, de pelea. Colón fue el primero que mandó a España a los indios en esclavitud, para pagar con ellos las ropas y comidas que traían a América los barcos españoles. Y en América había habido repartimiento de indios, y cada cual de los que vino de conquista, tomó en servidumbre su parte de la indiada, y la puso a trabajar para él, a morir para él, a sacar el oro de que estaban llenos los montes y los ríos. La reina, allá en España, dicen que era buena, y mandó a un gobernador que sacase a los indios de la esclavitud; pero los encomenderos le dieron al gobernador buen vino, y muchos regalos, y su porción en las ganancias, y fueron más que nunca los muertos, las manos cortadas, los siervos de las encomiendas, los que se echaban de cabeza al fondo de las minas. "Yo he visto traer a centenares maniatadas a estas amables criaturas, y darles muerte a todas juntas, como a las ovejas". Fue a Cuba de cura con Diego Velázquez, y volvió de puro horror, porque antes que para hacer casas, derribaban los árboles para ponerlos de leñas a las quemazones de los taínos. En una isla donde había quinientos mil "vio con sus ojos" los indios que quedaban: once. Eran aquellos conquistadores soldados bárbaros, que no sabían los mandamientos de la ley, ¡y tomaban a los indios de esclavos, para enseñarles la doctrina cristiana, a latigazos y a mordidas! De noche, desvelado de la angustia, hablaba con su amigo Rentería, otro español de oro. ¡Al rey había que ir a pedir justicia, al rey Fernando de Aragón! Se embarcó en la galera de tres palos, y se fue a ver al rey.


Seis veces fue a España, con la fuerza de su virtud, aquel padre que "no probaba carne'. Ni al rey le tenía miedo, ni a la tempestad. Se iba a cubierta cuando el tiempo era malo; y en la bonanza se estaba el día en el puente, apuntando sus razones en papel de hilo, y dando a que le llenaran de tinta el tintero de cuerno "porque la maldad no se cura sino con decirla, y hay mucha maldad que decir, y la estoy poniendo donde no me la pueda negar nadie, en latín y en castellano". Si en Madrid estaba el rey, antes que a la posada a descansar del viaje, iba al palacio. Si estaba en Viena cuando el rey Carlos de los españoles era emperador de Alemania, se ponía un hábito nuevo, y se iba a Viena. Si era su enemigo Fonseca el que mandaba en la junta de abogados y clérigos que tenía el rey para las cosas de América, a su enemigo se iba a ver, y a ponerle pleito al Consejo de Indias. Si el cronista Oviedo, el de la Natural Historia de las Indias, había escrito de los americanos las falsedades que los que tenían las encomiendas le mandaban poner, le decía a Oviedo mentiroso, aunque le estuviera el rey pagando por escribir las mentiras. Si Sepúlveda, que era el maestro del rey Felipe, defendía en sus "conclusiones" el derecho de la corona a repartir como siervos y a dar muerte a los indios, porque no eran cristianos, a Sepúlveda le decía que no tenían culpa de estar sin la cristiandad los que no sabían que hubiera Cristo, ni conocían las lenguas en que de Cristo se hablaba, ni tenían más noticias de Cristo que la que les habían llevado los arcabuces. Y si el rey en persona le arrugaba las cejas, como para cortarle el discurso, crecía unas cuantas pulgadas a la vista del rey, se le ponía ronca y fuerte la voz, le temblaba en el puño el sombrero, y al rey le decía, cara a cara, que el que manda a los hombres ha de cuidar de ellos, y si no los sabe cuidar, no los puede mandar, y que lo había de oír en paz, porque él no venía con manchas de oro en el vestido blanco, ni traía más defensa que la cruz.


O hablaba, o escribía, sin descanso. Los frailes dominicanos lo ayudaban, y en el convento de los frailes se estuvo ocho años, escribiendo. Sabía religión y leyes, y autores latinos que era cuanto en su tiempo se aprendía; pero todo lo usaba hábilmente para defender el derecho del hombre a la libertad, y el deber de los gobernantes de respetárselo. Eso era mucho decir, porque por eso quemaban entonces a los hombres. Llorente, que ha escrito la Vida de Las Casas, escribió también la Historia de la Inquisición, que era quien quemaba; el rey iba de gala a ver la quemazón, con la reina y los caballeros de la corte; delante de los condenados venían cantando los obispos, con un estandarte verde; de la hoguera salía un humo negro. Y Fonseca y Sepúlveda querían que "el clérigo" Las Casas dijese en sus disputas algún pecado contra la autoridad de la iglesia, para que los inquisidores lo condenaran por hereje. Pero "el clérigo" le decía a Fonseca: "¡Lo que yo digo es lo que dijo en su testamento la buena reina Isabel; y tú me quieres mal y me calumnias, porque te quito el pan de sangre que comes, y acuso la encomienda de indios que tienes en América!" Y a Sepúlveda, que ya era confesor de Felipe II, le decía: "Tú eres disputador famoso, y te llaman el Livio de España por tus historias; pero yo no tengo miedo al elocuente que habla contra su corazón, y que defiende la maldad, y te desafío a que me pruebes en plática abierta que los indios son malhechores y demonios, cuando son claros y buenos como la luz del día, e inofensivos y sencillos como las mariposas". Y duró cinco días la plática con Sepúlveda. Sepúlveda empezó con desdén, y acabó turbado. El clérigo lo oía con la cabeza baja y los labios temblorosos, y se le veía hincharse la frente. En cuanto Sepúlveda se sentaba satisfecho, como el que hincó el alfiler donde quiso, se ponía el clérigo en pie, magnífico, regañón, confuso, apresurado. "¡No es verdad que los indios de México mataran cincuenta mil en sacrificios al año, sino veinte apenas, que es menos de lo que mata España en la horca!" "¡No es verdad que sean gente bárbara y de pecados horribles, porque no hay pecado suyo que no lo tengamos más los europeos; ni somos nosotros quien, con todos nuestros cañones y nuestra avaricia, para compararnos con ellos en tiernos y amigables; ni es para tratarlo como a fiera un pueblo que tiene virtudes, y poetas, y oficios, y gobierno, y artes!" "¡No es verdad, sino iniquidad, que el modo mejor que tenga el rey para hacerse de súbditos sea exterminarlos, ni el modo mejor de enseñar la religión a un indio sea echarlo en nombre de la religión a los trabajos de las bestias; y quitarle los hijos y lo que tiene de comer; y ponerlo a halar de la carga con la frente como los bueyes!" Y citaba versículos de la biblia, artículos de la ley, ejemplos de la historia, párrafos de los autores latinos, todo revuelto y de gran hermosura, como caen las aguas de un torrente, arrastrando en la espuma las piedras y las alimañas del monte.


Sólo estuvo en la pelea, sólo cuando Fernando, que a nada se supo atrever, ni quería descontentar a los de la conquista, que le mandaban a la Corte tan buen oro; sólo cuando Carlos V, que de niño lo oyó con veneración, pero lo engañaba después, cuando entró en ambiciones que requerían mucho gastar, y no estaba para ponerse por las "cosas del clérigo" en contra de los de América, que le enviaban de tributo los galeones de oro y joyas; sólo cuando Felipe II, que se gastó un reino en procurarse otro, y lo dejó todo a su muerte envenenado y frío, como el agujero en que ha dormido la víbora. Si iba a ver al rey, se encontraba la antesala llena de amigos de los encomenderos, todos de seda y sombreros de plumas, con collares de oro de los indios americanos; al ministro no le podía hablar, porque tenía encomiendas él, y tenía minas, o gozaba los frutos de las que poseía en cabeza de otros. De miedo de perder el favor de la Corte, no le ayudaban los mismos que no tenían en América interés. Los que más lo respetaban, por bravo, por justo, por astuto, por elocuente, no lo querían decir, o lo decían donde no los oyeran; porque los hombres suelen admirar al virtuoso mientras no los avergüenza con su virtud o les estorba las ganancias; pero en cuanto se les pone en su camino, bajan los ojos al verlo pasar, o dicen maldades de el, o dejan que otros las digan, o lo saludan a medio sombrero, y le van clavando la puñalada en la sombra. El hombre virtuoso debe ser fuerte de ánimo, y no tenerle miedo a la soledad, ni esperar a que los demás le ayuden, porque estará siempre solo; ¡pero con la alegría de obrar bien, que se parece al cielo de la mañana en la claridad!


Y como él era tan sagaz que no decía cosa que pudiera ofender al rey ni a la Inquisición, sino que pedía la bondad con los indios para bien del rey, y para que se hiciesen más de veras cristianos, no tenían los de la Corte modo de negárseles a las claras, sino que fingían estimarle mucho el celo, y una vez le daban el título de "Protector Universal de los Indios'", con la firma de Fernando, pero sin modo de que le acatasen la autoridad de proteger; y otra, al cabo de cuarenta años de razonar, le dijeron que pusiera en papel las razones por que opinaba que no debían ser esclavos los indios; y otra le dieron poder para que llevase trabajadores de España a una colonia de Cumaná donde se había de ver a los indios con amor, y no halló en toda España sino cincuenta que quisieran ir a trabajar, los cuales fueron, con un vestido que tenía una cruz al pecho, pero no pudieron poner la colonia, porque "el adelantado" había ido antes que ellos con las armas, y los indios enfurecidos disparaban sus flechas de punta envenenada contra todo el que llevaba cruz. Y por fin le encargaron, como por entretenerlo, que pidiese las leyes que le parecían a él bien para los indios, "¡cuántas leyes quisiera, pues, que por ley más o menos no hemos de pelear!" y el las escribía, y las mandaba el rey cumplir, pero en el barco iba la ley, y el modo de desobedecerla. El rey le daba audiencia, y hacía como que le tomaba consejo; pero luego entraba Sepúlveda, con sus pies blandos y sus ojos de zorra, a traer los recados de los que mandaban los galeones, y lo que se hacía de verdad era lo que decía Sepúlveda. Las Casas lo sabía, lo sabía bien; pero ni bajó el tono, ni se cansó de acusar, ni de llamar crimen a lo que era, ni de contar en su "Descripción" las "crueldades", para que el rey mandara al menos que no fuesen tantas, por la vergüenza de que las supiera el mundo. El nombre de los malos no lo decía; porque era noble y les tuvo compasión. Y escribía como hablaba, con la letra fuerte y desigual, llena de chispazos de tinta, como caballo que lleva de jinete a quien quiere llegar pronto, y va levantando el polvo y sacando luces de la piedra.


Fue obispo por fin, pero no de Cusco, que era obispado rico, sino de Chiapas, donde por lo lejos que estaba el virrey, vivían los indios en mayor esclavitud. Fue a Chiapas, a llorar con los indios; pero no sólo a llorar, porque con lágrimas y quejas no se vence a los pícaros, sino a acusarlos sin miedo, a negarles la iglesia a los españoles que no cumplían con la ley nueva que mandaba poner libres a los indios, a hablar en los consejos del ayuntamiento, con discursos que eran a la vez tiernos y terribles, y dejaban a los encomenderos atrevidos como los árboles cuando ha pasado el vendaba]. Pero los encomenderos podían más que él, porque tenían el gobierno de su lado; y le componían cantares en que le decían traidor y español malo; y le daban de noche músicas de cencerro, y le disparaban arcabuces a la puerta para ponerlo en temor, y le rodeaban el convento armados-todos armados, contra un viejo flaco y solo. Y hasta le salieron al camino de Ciudad Real para que no volviera a entrar en la población. El venía a pie, con su bastón, y con dos españoles buenos, y un negro que lo quería como a padre suyo; porque es verdad que las Casas, por el amor de los indios, aconsejó al principio de la conquista que se siguiese trayendo esclavos negros, que resistían mejor el calor; pero luego que los vio padecer, se golpeaba el pecho, y decía: "¡con mi sangre quisiera pagar el pecado de aquel consejo que di por mi amor a los indios!" Con su negro cariñoso venía, y los dos españoles buenos. Venía tal vez de ver como salvaba a la pobre india que se le abrazó a las rodillas a la puerta de su templo mexicano, loca de dolor porque los españoles le habían matado al marido de su corazón, que fue de noche a rezarle a los dioses; ¡y vio de pronto las Casas que eran indios los centinelas que los españoles le habían echado para que no entrase! ¡El les daba a los indios su vida, y los indios venían a atacar a su salvador, porque se lo mandaban los que los azotaban! Y no se quejó, sino que dijo así: "Pues por eso, hijos míos, os tengo que defender más, porque os tienen tan martirizados que no tenéis ya valor ni para agradecer". Y los indios llorando, se echaron a sus pies, y le pidieron perdón. Y entró en Ciudad Real, donde los encomenderos lo esperaban, armados de arcabuz y cañón, como para ir a la guerra. Casi a escondidas tuvo que embarcarlo para España el virrey, porque los encomenderos lo querían matar. El se fue a su convento, a pelear, a defender, a llorar, a escribir. Y murió, sin cansarse, a los noventa y dos años.

lunes, 5 de octubre de 2009

Os hablaré de mis sueños.
Arañas lentas me siguen,
mundos pegadizos indago,
un telón eterno y negro.

De fulígenos pájaros
os hablaré, como rayos
quietos, lo iluminan todo.
Pero siempre esta ese tunel.

Tengo ganas de despertar,
pero manos femeninas
me arrojan a un profundo mar.
por fin, la luz cegadora.

Es la realidad.

Un ensayo del sentimiento.

A veces pienso que no estas,
me desespero y me derrumbo.
Y tu,todo me lo habitabas.
durmiendo bajo mi palma,
caracoles de soledad dulce.
Y en ti, mi sentir, todo es calma.

Juan Jesús Ruiz

sábado, 3 de octubre de 2009

EL COMUNISMO ANARQUISTA

EL COMUNISMO ANARQUISTA
P. Kropotkin
1
Toda sociedad que rompa con la propiedad privada se verá en el caso de organizarse en comunismo anarquista.
Hubo un tiempo en que una familia de aldeanos podía considerar el trigo que cultivaba y las vestiduras de lana tejidas en casa como productos de su propio trabajo. Aun entonces, esta creencia no era del todo correcta. Había caminos y puentes hechos en común, pantanos desecados por un trabajo colectivo y pastos comunes cercados por setos que todos costeaban, Una mejora en las artes de tejer o en el modo de tintar los tejidos, aprovechaba a todos; en aquella época, una familia campesina no podía vivir sino a condición de encontrar apoyo en la ciudad, en el municipio.
Pero hoy, con el actual estado de la industria, en que todo se entrelaza y se sostiene, en que cada rama de la producción se vale de todas las demás, es absolutamente insostenible la pretensión de dar un origen individualista a los productos. Si las industrias textiles o la metalurgia han alcanzado pasmosa perfección en los países civilizados, lo deben al simultáneo desarrollo de otras mil industrias: lo deben a la extensión de la red de ferrocarriles, a la navegación trasatlántica, a la destreza de millones de trabajadores, a cierto grado de cultura general de toda la clase obrera; en fin, a trabajos realizados de un extremo a otro del mundo.
Los italianos que morían de cólera cavando el canal de Suez, o de anemia en el túnel de San Gotardo, y los americanos segados por las granadas en la guerra abolicionista de la industria algodonera en Francia y en Inglaterra no menos que las jóvenes que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester o de Ruan o el ingeniero autor de alguna mejora en la maquinaria de tejer.
Situándonos en este punto de vista general y sintético de la producción, no podemos admitir con los colectivistas que una remuneración proporcional a las horas de trabajo aportadas por cada uno en la producción de las riquezas, pueda ser un ideal, ni siquiera un paso adelante hacia ese ideal. Sin discutir aquí si realmente el valor de cambio de las mercancías se mide en la sociedad actual por la cantidad de trabajo necesario para producirlas (según lo han afirmado Smith y Ricardo, cuya tradición ha seguido Marx), bástenos decir que el ideal colectivista nos parecería irrealizable en una sociedad que considerase los instrumentos de producción como un patrimonio común. Basada en este principio, veríase obligada a abandonar en el acto cualquier forma de salario.
EL COMUNISMO ANARQUISTA
- P. KROPOTKIN
Estamos convencidos de que el individualismo mitigado del sistema colectivista no podría existir junto con el comunismo parcial de la posesión por todos del suelo y de los instrumentos del trabajo. Una nueva forma de posesión requiere una nueva forma de retribución. Una forma nueva de producción no podría mantener la antigua forma de consumo, como no podría amoldarse a las formas antiguas de organización política.
El salario ha nacido de la apropiación personal del suelo y de los instrumentos para la producción por parte de algunos.
Era la condición necesaria para el desarrollo de la producción capitalista; morirá con ella, aunque se trate de disfrazarla bajo la forma de «bonos de trabajo». La posesión común de los instrumentos de trabajo traerá consigo necesariamente el goce en común de los frutos de la labor común.
Sostenemos, no sólo que es deseable el comunismo, sino que hasta las actuales sociedades, fundadas en el individualismo, se ven obligadas de continuo a caminar hacia el comunismo.
El desarrollo del individualismo, durante los tres últimos siglos, se explica, sobre todo, por los esfuerzos del hombre, que quiso prevenirse contra los poderes del capital y del Estado. Creyó por un momento -y así lo han predicado los que formulaban su pensamiento por él- que podía libertarse por completo del Estado y de la sociedad. «Mediante el dinero -decía- puedo comprar todo lo que necesite.» Pero el individuo ha tomado mal camino, y la historia moderna le conduce a confesar que sin el concurso de todos no puede nada, aunque tuviese atestadas de oro sus arcas.
Junto a esa corriente individualista vemos en toda la historia moderna, por una parte, la tendencia a conservar todo lo que queda del comunismo parcial de la antigüedad, y por otra a restablecer el principio comunista en las mil y mil manifestaciones de la vida.
En cuanto los municipios de los siglos X, XI y XII consiguieron emanciparse del señor laico o religioso, dieron inmediatamente gran, extensión al trabajo en común, al consumo en común.
La ciudad era la que fletaba buques y despachaba caravanas para el comercio lejano, cuyos beneficios eran para todos y no para los individuos; también compraba las provisiones para sus habitantes. Las huellas de esas instituciones se han mantenido hasta el siglo XIX, y los pueblos conservan religiosamente el recuerdo de ellas en sus leyendas.
Todo eso ha desaparecido. Pero el municipio rural aún lucha por mantener los últimos vestigios de, ese comunismo, y lo consigue mientras el Estado no vierte su abrumadora espada en la balanza.
Al mismo tiempo surgen, bajo mil diversos aspectos, nuevas organizaciones basadas en el mismo principio de a cada uno según sus necesidades, porque sin cierta dosis de comunismo no podrían vivir las sociedades actuales.
El puente, por cuyo paso pagaban en otro tiempo los transeúntes, se ha hecho de uso común. El camino que antiguamente se pagaba a tanto la legua, ya no existe más que en Oriente. Los museos, las bibliotecas libres, las escuelas gratuitas, las comidas comunes para los niños, los parques y los jardines abiertos para todos, las calles empedradas y alumbradas, libres para todo el mundo; el agua enviada a domicilio y con tendencia general a no tener en cuenta la
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cantidad consumida, he aquí otras tantas instituciones fundadas en el principio de «Tomad lo que necesitéis».
Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes, y recientemente toda una nación, Hungría, ha introducido en su red de ferrocarriles el billete por zonas, que permite recorrer quinientos o mil kilómetros por el mismo precio. Tras de esto no falta mucho para el precio uniforme, como ocurre en el servicio postal. En todas estas innovaciones, y otras mil, hay la tendencia a no medir el consumo. Hay quien quiere recorrer mil leguas, y otro solamente quinientas. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno doble que a otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.
Hay también la tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. L1égase a considerar la sociedad como un todo cada una de cuyas partes está tan íntimamente ligada con las demás, que el servicio prestado a tal o cual individuo es un servicio prestado a todos.
Cuando acudís a una biblioteca pública -por ejemplo, las de Londres o Berlin-, el bibliotecario no os pregunta qué servicio habéis dado a la sociedad para daros el libro o los cien libros que le pidáis, y si es necesario, os ayuda a buscarlos en el catálogo. Mediante un derecho de entrada único, la sociedad científica abre sus museos, jardines, bibliotecas, laboratorios, y da fiestas anuales a cada uno de sus miembros, ya sea un Darwin o un simple aficionado.
En San Petersburgo, si perseguís un invento, vais a un taller especial, donde os ofrecen sitio, un banco de carpintero, un torno de mecánico, todas las herramientas necesarias, todos los instrumentos de precisión, con tal de que sepáis manejarlos, y se os deja trabajar todo lo que gustéis. Ahí están las herramientas; interesad a amigos por vuestra idea, asociaos a otros amigos de diversos oficios si no preferís trabajar solos; inventad la máquina o no inventéis nada, eso es cosa vuestra. Una idea os conduce, y eso basta.
Los marinos de una falúa de salvamento no preguntan sus títulos a los marineros de un buque náufrago; lanzan su embarcación, arriesgan su vida entre las olas furibundas, y algunas veces mueren por salvar a unos hombres a quienes no conocen siquiera. ¿Y para qué necesitan conocerlos? «Les hacen falta nuestros servicios, son seres humanos: eso basta, su derecho queda asentado. ¡Salvémoslos!» Que mañana una de nuestras grandes ciudades, tan egoístas en tiempos corrientes, sea visitada por una calamidad cualquiera -por ejemplo, un sitio- y esa misma ciudad decidirá que las primeras necesidades que se han de satisfacer son las de los niños y los viejos, sin informarse de los servicios que hayan prestado o presten a la sociedad; es preciso ante todo mantenerlos, cuidar a los combatientes independientemente de la valentía o de la inteligencia
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demostradas por cada uno de ellos, y hombres y mujeres a millares rivalizarán en abnegación por cuidar a los heridos.
Existe la tendencia. Se acentúa en cuanto quedan satisfechas las más imperiosas necesidades de cada uno, a medida que aumenta la fuerza productora de la humanidad; acentúase aún más cada vez que una gran idea ocupa el puesto de las mezquinas preocupaciones de nuestra vida cotidiana.
El día en que devolviesen los instrumentos de producción a todos, en que las tareas fuesen comunes y el trabajo -ocupando el sitio de honor en la sociedad- produjese mucho más de lo necesario para todos, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?
Por esos indicios somos del parecer de que, cuando la revolución haya quebrantado la fuerza que mantiene el sistema actual, nuestra primera obligación será realizar inmediatamente el comunismo. Pero nuestro comunismo no es el de los falansterianos ni el de los teóricos autoritarios alemanes, sino el comunismo anarquista, el comunismo sin gobierno, el de los hombres libres. Esta es la síntesis de los dos fines perseguidos por la humanidad a través de las edades: la libertad económica y la libertad política.
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Tomando la anarquía como ideal de la organización política, no hacemos más que formular también otra pronunciada tendencia de la humanidad. Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, éstas sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad individual. Y vemos en la historia que los períodos durante los cuales fueron derribados los gobiernos a consecuencia de revoluciones parciales o generales, han sido épocas de repentino progreso en el terreno económico e intelectual.
Ya es la independencia de los municipios, cuyos monumentos -fruto del trabajo libre de asociaciones libres- no han sido superados desde entonces; ya es el levantamiento de los campesinos, que hizo la Reforma y puso en peligro el Papado; ya la sociedad -libre en los primeros tiempos- fundada al otro lado del Atlántico por los descontentos que huyeron de la vieja Europa.
Y si observamos el desarrollo presente de las naciones civilizadas, vemos un movimiento cada vez más acentuado en pro de limitar la esfera de acción del gobierno y dejar cada vez mayor libertad al individuo. Esta es la evolución actual, aunque dificultada por el fárrago de instituciones y preocupaciones heredadas de lo pasado. Lo mismo que todas las evoluciones, no espera más que la revolución para barrer las viejas ruinas que le sirven de obstáculo, tomando libre vuelo en la sociedad regenerada.
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Después de haber intentado largo tiempo resolver el insoluble problema de inventar un gobierno que «obligue al individuo a la obediencia, sin cesar de obedecer aquél también a la sociedad», la humanidad, intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines. La independencia de cada mínima unidad territorial es ya una necesidad apremiante; el común acuerdo reemplaza a la ley, y pasando por encima de las fronteras, regula los intereses particulares con la mira puesta en un fin general.
Todo lo que en otro tiempo se tuvo como función del gobierno se le disputa hoy, acomodándose más fácilmente y mejor sin su intervención. Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado, esa personificación de la injusticia, de la opresión y del monopolio.
Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación, desde la enseñanza de las tradiciones romanas hasta el código de Bizancio, que se estudia con el nombre de derecho romano, y las diversas ciencias profesadas en las universidades, nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencia.
Para mantener este prejuicio se han inventado y enseñado sistemas filosóficos. Con el mismo fin se han dictado leyes. Toda la política se funda en ese principio, y cada político, cualquiera que sea su matiz, dice siempre al pueblo: «¡Dame el poder; quiero y puedo librarte de las miserias que pesan sobre ti!»
Abrid cualquier libro de sociología, de jurisprudencia, y encontraréis en él siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando tan gran lugar, que nos acostumbramos a creer que fuera del gobierno y de los hombres de Estado ya no hay nada.
La prensa repite en todos los tonos la misma cantinela. Columnas enteras se consagran a las discusiones parlamentarias, a las intrigas de los políticos; apenas si se advierte la inmensa vida cotidiana de una nación en algunas lineas que tratan de un asunto económico, a propósito de una ley, o en la sección de noticias o en la de sucesos del día. Y cuando leéis esos periódicos, lo que menos pensáis es en el inmenso número de seres humanos que nacen y mueren, trabajan y consumen, conocen los dolores, piensan y crean, más allá de esos personajes de estorbo, a quienes se glorifica hasta el punto de que sus sombras, agrandadas por nuestra ignorancia, cubran y oculten a la humanidad.
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Y sin embargo, en cuanto se pasa del papel impreso a la vida misma, en cuanto se echa una ojeada a la sociedad, salta a la
vista la parte infinitesimal que en ella representa el gobierno. Balzac había hecho notar ya cuántos millones de campesinos permanecen durante toda su vida sin conocer nada del Estado, excepto los impuestos que están obligados a pagarle. Diariamente se hacen millones de tratos sin que intervenga el gobierno, y los más grandes de ellos -los del comercio y la bolsa- se hacen de modo que ni siquiera se podría invocar al gobierno si una de las partes contratantes tuviese la intención de no cumplir sus compromisos. Hablad con un hombre que conozca el comercio, y os dirá que los cambios operados todos los días entre comerciantes serian de absoluta imposibilidad si no tuvieran por base la confianza mutua. La costumbre de cumplir su palabra, el deseo de no perder el crédito, bastan ampliamente para sostener esa honradez comercial. El mismo que sin el menor remordimiento envenena a sus parroquianos con infectas drogas cubiertas de etiquetas pomposas, tiene como empeño de honor el cumplir sus compromisos. Pues bien; si esa moralidad relativa ha podido desarrollarse, hasta en las condiciones actuales, cuando el enronquecimiento es el único móvil y el único objetivo, ¿podemos dudar que no progrese rápidamente, en cuanto ya no sea la base fundamental de la sociedad la apropiación de los frutos de la labor ajena?
Hay otro rasgo característico de nuestra generación, que aún habla mejor en pro de nuestras ideas, y es el continuo crecimiento del campo de las empresas debidas a la iniciativa privada y el prodigioso desarrollo de todo género de agrupaciones libres. Estos hechos son innumerables, y tan habituales, que forman la esencia de la segunda mitad de este siglo, aun cuando los escritores de socialismo y de política los ignoran, prefiriendo hablarnos siempre de las funciones del gobierno. Estas organizaciones, libres y variadas hasta lo infinito, son un producto tan natural, crecen con tanta rapidez y se agrupan con tanta facilidad, son un resultado tan necesario del continuo crecimiento de las necesidades del hombre civilizado y reemplazan con tantas ventajas a la injerencia gubernamental, que debemos reconocer en ellas un factor cada vez más importante en la vida de las comunidades.
Si no se extienden aún al conjunto de las manifestaciones de la vida, es porque hallan un obstáculo insuperable en la miseria del trabajador, en las castas de la sociedad actual, en la apropiación privada del capital colectivo, en el Estado. Abolid esos obstáculos, Y las veréis cubrir el inmenso dominio de la actividad de los hombres civilizados.
La historia de los cincuenta años últimos es una prueba de la impotencia del gobierno representativo para desempeñar las funciones con que se le ha querido revestir.
Algún día se citará el siglo XIX como la fecha del aborto del parlamentarismo.
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Esta impotencia es tan evidente para todos, son tan palpables las faltas del parlamentarismo y los vicios fundamentales del principio representativo, que los pocos pensadores que han
hecho su crítica (J. Stuart Mill, Laverdais) no han tenido más que traducir el descontento popular. Es absurdo nombrar algunos hombres y decirles: «Hacednos leyes acerca de todas las manifestaciones de nuestra vida, aunque cada uno de vosotros las ignore». Se empieza a comprender que el gobierno de las mayorías parlamentarias significa el abandono de todos los asuntos del país a los que forman las mayorías en la Cámara y en los comicios a los que no tienen opinión.
La unión postal internacional, las uniones de ferrocarriles, las sociedades sabias, dan el ejemplo de soluciones halladas por el libre acuerdo, en vez de por la ley. Cuando grupos diseminados por el mundo quieren llegar hoy a organizarse para un fin cualquiera, no nombran un parlamento internacional de diputados para todo y a quienes se les diga: «Votadnos leyes; las obedeceremos». Cuando no se pueden entender directamente o por correspondencia, envían delegados que conozcan la cuestión especial que va a tratarse, y les dicen: «Procurad poneros de acuerdo acerca de tal asunto, y volved luego no con una ley en el bolsillo, sino con una proposición de acuerdo, que aceptaremos o no aceptaremos». Así es como obran las grandes sociedades industriales y científicas, las asociaciones de todas clases, que hay en gran número en Europa y en los Estados Unidos. Y así deberá obrar la sociedad libertada. Para realizar la expropiación, le será absolutamente imposible organizarse bajo el principio de la representación parlamentaria. Una sociedad fundada en la servidumbre podrá conformarse con la monarquía absoluta; una sociedad basada en el salario y en la explotación de las masas por los detentadores del capital, se acomoda con el parlamentarismo. Pero una sociedad libre que vuelva a entrar en posesión de la herencia común, tendrá que buscar en el libre agrupamiento y en la libre federación de los grupos una organización nueva que convenga a la nueva fase económica de la historia.
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